sábado, 6 de enero de 2018

Hora Santa en reparación por profanación de sagrario y robo de Hostias consagradas en Getafe, España 271217


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por la profanación del sagrario y el robo de Hostias consagradas ocurrido en Getafe, España, en diciembre de 2017. La información relativa al penoso hecho se puede encontrar en el siguiente enlace:
         Basaremos nuestras meditaciones en la Carta Dominicae Cenae del Sumo Pontífice Juan Pablo II dirigida a los obispos de la Iglesia “sobre el misterio y el culto de la Eucaristía” del año 1980. Como siempre lo hacemos, pediremos por la conversión de quienes cometieron este sacrilegio, como así también nuestra conversión, la de nuestros seres queridos y la de todo el mundo.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

"Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

Meditación.

Mediante la ordenación, el sacerdote ministerial está unido de manera especialísima a la Santa Misa[1] y a la Eucaristía y de tal manera, que no se explica un sacerdote si no es por el Santo Sacrificio del Altar. Podemos decir que el sacerdote es por y para la Santa Misa y la Eucaristía, y si estas desaparecieran, desaparecería el sacerdocio católico tal como lo conocemos. Es al sacerdote ministerial a quien se le encomienda el gran “Sacramento de nuestra fe”, la Eucaristía, por lo cual se espera del sacerdote ministerial un particular testimonio de veneración y adoración, de manera que el Pueblo de Dios, por su intermedio, sea capaz de “ofrecer sacrificios espirituales”[2]. El sacerdote ejerce su misión principal en el culto eucarístico –celebración de la Santa Misa y adoración el Santísimo Sacramento- y alcanza su culmen cuando el Señor Jesús Sacramentado es conocido, amado, ensalzado y adorado en el Santísimo Sacramento del Altar[3]. Es por medio de este ejercicio supremo del sacerdocio ministerial –insustituible- que la Eucaristía, que en sí misma es “fuente y cumbre de la vida cristiana”, alcanza a las almas, ejerciendo en ellas el benéfico y salvífico efecto de la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         “El culto eucarístico se dirige a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo”[4], pero se dirige en el Espíritu Santo también al Hijo de Dios encarnado[5], el mismo Jesucristo, en el momento de entrega suprema y total abandono de sí mismo, entrega y abandono anticipados en la Última Cena, en la institución de la Eucaristía, consumados en el sacrificio de la Cruz en el Calvario, y prolongados y actualizados sacramentalmente, cada vez, en la Santa Misa. Por el Santo Sacrificio del Altar, la Iglesia no solo recuerda, sino que hace presente, en el misterio litúrgico, el momento de la suprema entrega de Jesús en la Última Cena, cuando dijo: “Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros; esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros”. Por medio de la aclamación litúrgica “Anunciamos tu muerte”, la Iglesia no solo recuerda, sino que se sumerge, por la acción del Espíritu Santo, en el momento de la muerte en Cruz del Salvador, y cuando el sacerdote ostenta la Eucaristía, la asamblea proclama también el misterio de Cristo, que no solo ha muerto en cruz, sino que ha resucitado: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. Y esto de manera tan real, que lo que el fiel comulga, no es el cuerpo muerto de Jesús en la cruz, sino su Cuerpo glorioso y resucitado, el mismo Cuerpo con el que resucitó el Domingo de Resurrección y el mismo Cuerpo glorioso con el que está “sentado a la derecha del Padre” (cfr. Mc 16, 19; Catecismo de la Iglesia Católica 659). Por medio del culto eucarístico, la Iglesia adora al Redentor que “se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8) y ahora se nos manifiesta, en el esplendor de su gloria de resucitado, pero oculto bajo el velo de las especies sacramentales, en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Al morir en la Cruz por nuestra salvación –Jesús nos salvó, al precio altísimo de su Sangre derramada en el Calvario, del Demonio, de la Muerte y del Pecado-, el Hombre-Dios nos demostró la infinitud y la inconmensurable grandeza y majestad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón, porque su sacrificio redentor fue en obediencia amorosa al Padre y por misericordia gratuita hacia nosotros, los hombres. En efecto, Jesús no tenía ninguna obligación de salvarnos, puesto que Dios no tiene obligación de quitar los obstáculos –el pecado- que los hombres libremente ponemos en la unión con Él. Si Cristo quiso morir para salvarnos de los tres grandes enemigos de nuestra especie humana, fue solo por puro y gratuito Amor Misericordioso. Es de esta constatación de que Jesús nos ama “hasta el fin” (Jn 13, 1) –es decir, de la constatación de la gratuidad de su Amor demostrado en su sacrificio cruento en la cruz-, de donde surge, desde el fondo del corazón del hombre, la acción de gracias, el amor y la adoración a Nuestro Redentor. Sin embargo, puesto que somos limitados e imperfectos, ninguna acción de gracias, ningún gesto de amor, ninguna adoración, realizados con nuestras propias fuerzas, será jamás digna de la majestad divina manifestada en Cristo, y es por esto que la Iglesia viene en nuestro auxilio, para tributar a Dios Uno y Trino y al Cordero el homenaje, el amor y la adoración que se merecen, y esto se lleva a cabo por medio de la Eucaristía, la única acción de gracias digna de la majestad divina, el único Amor inagotable y la única adoración que satisface a la Justicia Divina, porque en la Eucaristía el que hace la acción de gracias, el que ama y el que adora a Dios Trino es Jesús, el Hombre-Dios en Persona. Por la Eucaristía, expresamos de modo adecuado a la dignidad divina “nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y el habernos hecho participantes de su vida eterna mediante su resurrección”[6].

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Entre la Eucaristía y la Iglesia se establece un circuito de amor recíproco, de manera tal que la Eucaristía no se explica sin la Iglesia, y la Iglesia pierde su razón de ser sin la Eucaristía. Se hace realidad la expresión: “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía construye la Iglesia”[7]. Los Apóstoles, constituidos en Iglesia reunida en torno al Señor Jesús, en la Última Cena, se nutrieron sacramentalmente del Cuerpo y la Sangre del Cordero, es decir, comulgaron la Eucaristía en la noche del Jueves Santo. Recibiendo las especies del pan y del vino, y habiendo sido ya consagrada la Eucaristía por Jesús, obedecieron al mandato del Señor que les había dicho: “tomad y comed”, “tomad y bebed”, entrando así en comunión sacramental con el Hijo de Dios, recibiendo la vida eterna[8] y quedando constituidos como miembros del Cuerpo Místico de Jesús, es decir, como Iglesia. “Desde ese momento, y hasta el fin de los siglos, la Iglesia se construye mediante la misma comunión con el Hijo de Dios, que es prenda de la Pascua eterna”. Cada vez que comulgamos, somos unidos, por el Espíritu, que nos concede Jesús desde la Eucaristía, al Cuerpo Místico de Cristo, y al mismo tiempo somos construidos y afianzados, como Iglesia, como miembros del Cuerpo Místico de Jesús. Cada vez que comulgamos somos construidos como Iglesia, por la Eucaristía.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Es por la Eucaristía, y sobre todo, por la comunión eucarística, en la que recibimos a Cristo Dios y nos unimos a Él por el Espíritu Santo, que nos unimos a su Cuerpo Místico y nos hacemos uno en Él, constituyendo su Iglesia[9]. La participación en la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Altar, no es una mera asociación fraterna de personas piadosas congregadas por un piadoso culto: es un misterio sobrenatural, que proviniendo del seno mismo de la Trinidad, sobrepasa toda capacidad de comprensión de la razón natural. Por la comunión eucarística, nos convertimos en hermanos de nuestros prójimos –incluidos nuestros enemigos-, pero no por un mero deseo voluntarista, sino por la concesión, el don, de parte de Jesús Eucaristía, de su Espíritu Santo, Espíritu que, santificando nuestras almas, nos une a Cristo en su Cuerpo Místico, nos convierte en miembros de su Cuerpo, unidos orgánicamente a Él y, en Él, a todos los hombres entre sí. Solo por Cristo Eucaristía podemos los hombres vivir la única y verdadera fraternidad; solo por Cristo Eucaristía podemos los hombres vivir la única y verdadera caridad, porque es por el Cuerpo crucificado del Señor en el Calvario y por su Cuerpo glorificado en la Eucaristía, que no solo se abate el muro de odio que separa a judíos y gentiles, sino que los hombres somos capaces de amarnos no con el amor meramente humano, sino con el Amor mismo de Dios, el Espíritu Santo.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

"Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Postrado a vuestros pies, humildemente”.   

        
        



[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae a todos los Obispos de la Iglesia sobre el misterio y el culto de la Eucaristía, n. 2.
[2] 1 Pe 2, 5.
[3] Cfr. Juan Pablo II, ibidem.
[4] Cfr. Juan Pablo II, ibidem.
[5] Cfr. Juan Pablo II, ibidem.
[6] Cfr. Juan Pablo II, ibidem, I, 3.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor Hominis, n. 20; AAS 71 (1979), 311; cfr. Conc. Ecum. Vat, II. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, n. 11.
[8] Cfr. Juan Pablo II, Dominicae Cenae, I, 4.
[9] Cfr. ibidem.

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