lunes, 30 de enero de 2017

Hora Santa en reparación por robo de la Eucaristía en Ferrara, Italia, en Enero de 2017


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación y desagravio por el robo sacrílego de un copón conteniendo Hostias consagradas. El horrible sacrilegio ocurrió el Domingo 22 de enero de 2017 en la localidad de Ferrara, Italia. La información acerca del lamentable hecho se puede encontrar en el siguiente enlace: http://blog.messainlatino.it/2017/01/ferrarahanno-rubato-il-signore-sante.html Por medio de esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado, nos unimos a las Horas Santas y Santas Misas ofrecidas en reparación, por pedido del Sr. Obispo de la Diócesis de Ferrara, Monseñor Luigi Negri. Al mismo tiempo, pedimos por la conversión de quienes cometieron este horrendo sacrilegio, así como también la devolución intacta de todas y cada una de las Formas consagradas.

Oración inicial: "Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman" (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén".

Canto inicial: "Cantemos al Amor de los amores”.

Inicio del rezo del Santo Rosario meditado. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.     
     
La Eucaristía es el Corazón de la Iglesia y así como el cuerpo del hombre no puede vivir sin el corazón, así tampoco la Iglesia porque, al igual que el hombre, que del corazón recibe la sangre que la da la vida, así la Iglesia, de la Eucaristía, recibe la Sangre del Cordero, que contiene la Vida eterna. La Eucaristía es para la Iglesia y para todo bautizado su razón de ser y de existir; es el fundamento y la Roca firme sobre la cual la Iglesia se edifica, y sin la Eucaristía, la Iglesia se desmoronaría como un edificio construido sobre arena. La Eucaristía da sentido al cristiano y a la Iglesia toda, y sin la Eucaristía, la Iglesia y todo bautizado carecerían de razón de ser y no subsistirían. La Eucaristía es el “Sacramento de la fe” de la Iglesia; es el Sacramento de los sacramentos; es el Sacramento sobre el que se funda nuestra fe católica, la fe que ilumina con la luz celestial del Cordero a las naciones que viven “en oscuridad y sombra de muerte” (cfr. Lc 1, 68). La Eucaristía es el “Don de dones”, la suprema muestra de amor de la Trinidad por la humanidad –Dios Padre envía a su Hijo, quien por el Espíritu Santo se encarna en María Virgen y prolonga su Encarnación en el seno virginal de la Iglesia, el altar eucarístico-, y este Don inefable del Divino Amor se transmite y comunica a los hombres por medio del sacerdocio ministerial, sacerdocio que obtiene el poder divino de transubstanciar el pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Redentor, al participar del divino poder del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo. Sin la Eucaristía, que es Cristo Jesús en Persona, de nada le valdría al hombre el haber nacido y la Iglesia sería solo una congregación de hombres piadosos y no el Cuerpo Místico de Cristo.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía es, para el católico, el “verdadero Maná bajado del cielo” (cfr. Jn 6, 44-51), enviado por el Padre para que, alimentado el hombre con la substancia divina, adquiera la fortaleza celestial que le permita atravesar el desierto de la vida y llegar a la Jerusalén celestial. El maná que recibió el Pueblo Elegido, en su marcha hacia la Jerusalén terrena, era solo una figura y una prefiguración del verdadero Maná, el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, la Eucaristía. Así como en el desierto, en su peregrinación a la Tierra Prometida, el Pueblo Elegido, Yahvéh obra para ellos el milagro del maná del cielo y de las codornices, además del agua que brota de la roca luego de golpear Moisés su bastón: “(…) Entre las dos tardes comeréis carne y por la mañana os hartaréis de pan; y conoceréis que Yo soy Yahvéh, vuestro Dios” (cfr. Éx 16, 12), así también Jesús, en la Santa Misa, multiplica el Pan de Vida eterna y la carne del Cordero en el altar eucarístico, para que el alma se colme de esa agua límpida que es la gracia del Sagrado Corazón. El maná del Pueblo Elegido era de origen celestial, pero era sólo un alimento terreno, para un objetivo terreno, permitir la sobrevida del cuerpo en el tiempo, para poder así atravesar el desierto y llegar a la Jerusalén terrena. El Maná verdadero, la Eucaristía, es también un don celestial, venido del cielo, concedido al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, por medio del más grande milagro de todos los grandes milagros de Dios, la transubstanciación, y si bien es un alimento que se obtiene en el tiempo y en la tierra, allí donde se encuentra un altar eucarístico, y si bien tiene la apariencia de un alimento –un pan- terreno, es sin embargo un alimento celestial, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, que alimenta el alma con la substancia misma de Dios Trino, para que el alma, viviendo en el tiempo y en la historia, tenga la fortaleza necesaria para atravesar el desierto de la vida y alcanzar, más allá del tiempo y del espacio, la Jerusalén celestial, la Ciudad Santa del cielo, cuya “Lámpara es el Cordero” (cfr. Ap 21, 23).

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Porque Aquel que en la Eucaristía se ofrece al Padre en el Amor del Espíritu Santo no es otro que el mismísimo Hijo de Dios en Persona[1], la Eucaristía es el único culto digno de la divina majestad trinitaria, en la que se contiene todo el deber de amor que el hombre tiene con Dios Trino: es la suprema acción de gracias, la adoración a la Trinidad, la expiación por los pecados de los hombres, y la petición de dones y favores que los hombres esperamos de la Bondad infinita de Dios. En la Eucaristía, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario, el Hijo de Dios se inmola en el altar de la cruz, ofreciendo al Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, por el Espíritu Santo, el Amor de Dios. En la Eucaristía, el que adora al Padre en el Amor del Espíritu Santo es el Hijo de Dios; el que expía la malicia de los pecados de todos los hombres, con el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, es el Hijo de Dios; el que da gracias al Padre por la redención de la Cruz, es el Hijo de Dios; el que pide por nosotros al Padre sus dones, favores y milagros, es el Hijo de Dios, y es por esto que no hay culto más agradable y perfecto que el de la Eucaristía. Por el culto eucarístico se tributa todo el amor, la adoración y la gloria que Dios Trino se merece, al ser la obra suprema de las Tres Personas de la Santísima Trinidad: en cada Santa Misa, en cada Eucaristía, Dios Padre envía a su Hijo, por el Amor del Espíritu Santo, para que renovando de modo incruento y sacramental, sobre el altar eucarístico, el Santo Sacrificio de la Cruz, todos los hombres, de todos los tiempos, seamos capaces de acceder al fruto más preciado de la Redención: el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Iglesia se funda en la Eucaristía y de la Eucaristía obtiene su nutriente vital, la substancia, la vida y el Amor divinos; hacia la Eucaristía tienden todos sus esfuerzos apostólicos y es el fin hacia el cual se dirige en su peregrinar terreno hacia el Reino de los cielos. En la Eucaristía la Iglesia prueba ya, en medio de las tribulaciones de la vida terrena, un anticipo del Amor celestial que espera gozar en la eternidad, porque la Eucaristía es el Rey del cielo, Cristo Jesús, en Persona, que se dona a sí mismo con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. La Iglesia nace de la Eucaristía porque fue fundada el Jueves Santo, cuando en la Última Cena los Apóstoles, “en cuanto comunidad nueva del Pueblo de Dios”[2], son hechos partícipes, por la Comunión Eucarística, “del Cuerpo y la Sangre del Señor bajos las especies del pan y del vino”[3]. Obedeciendo al mandato de Jesús –“tomad y comed”, “tomad y bebed”, y comulgando en la Eucaristía del Jueves Santo su Cuerpo y su Sangre, los Apóstoles, en cuanto Columnas de la Nueva Iglesia del Cordero, la Iglesia Católica, entran en comunión sacramental con el Hijo de Dios, que se les dona bajo las especies eucarísticas del pan y del vino, recibiendo por esta Comunión Eucarística la participación en la vida eterna del Ser divino trinitario. Desde entonces –y hasta el fin de los tiempos-, la Iglesia se construye por la Eucaristía[4], al entrar los bautizados en la Iglesia Católica, los miembros del Nuevo Pueblo de Dios, en comunión sacramental con el Hijo de Dios, Jesucristo, prenda de la Pascua Eterna. Adorar y comulgar la Eucaristía es, por lo tanto, para el bautizado, que vive en el tiempo y en la historia, el anticipo de la adoración y de la contemplación cara a cara con el Cordero de Dios en la feliz eternidad.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

La Eucaristía es a la vida del cristiano, lo que el alma al cuerpo y mucho más todavía, porque mientras el alma da al cuerpo la vida, una vida que es puramente natural y terrena, la Eucaristía concede al cristiano una nueva vida, la vida misma de Dios Trino, la misma vida divina con la cual viven las Tres Divinas Personas en su perfecta y feliz eternidad, pero al mismo tiempo, junto con esta vida divina, la Eucaristía concede al alma la Paz, la Alegría, la Fortaleza, la Sabiduría y el Amor de Dios, y lo concede al Amor en tal medida, que si el alma estuviera dispuesta –por la gracia- a recibir ese Amor en su total magnitud, moriría en éxtasis de amor con el sólo comulgar, tal como sucedió con algunos santos en la Iglesia. Es decir, la Eucaristía no sólo recuerda el Amor de Dios, sino que lo significa y lo hace presente en su realidad sobrenatural y no meramente en el recuerdo; en otras palabras, la Eucaristía, al poseer el Acto de Ser trinitario, subsistente en sí mismo, del cual brota, como de una Fuente inagotable el Divino Amor, hace presente a este Divino Amor, no de un modo simbólico o metafórico, sino de un modo real y verdadero, lo cual quiere decir que, para el hombre de todo tiempo y lugar, el misterio del Amor de Dios contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, se encuentra, por así decirlo, delante de sus ojos, cada vez que la Eucaristía se consagra en el Altar del Sacrificio. Adorar la Eucaristía, por lo tanto, es adorar al Cordero de Dios, el mismo Cordero al cual adoran los ángeles y santos en el cielo, y aunque está oculto a los ojos corporales bajo las especies eucarísticas, el Cordero de Dios es “visible” al alma con los ojos de la fe bimilenaria de la Iglesia. Por la misma razón, comulgar la Eucaristía –acto de amor que debe ser precedido por la adoración-, es unirse al Cordero de Dios, ya desde la tierra y sacramentalmente, como un anticipo de la unión por la visión beatífica en la gloria, en el Reino de los cielos.

         Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Un día al cielo iré y la contemplaré”.




[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta a todos los Obispos de la Iglesia sobre el Misterio y el Culto de la Eucaristía, n. 3.
[2] Cfr. ibidem, n. 4.
[3] Cfr. ibidem, n. 4.
[4] Cfr. ibidem, n. 4.

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