Inicio: un sagrario
conteniendo Hostias consagradas fue robado en Brasil y a diferencia de otros
casos de profanación, en este caso, tuvo un final “feliz”, en el sentido de que
el sagrario fue encontrado “en un lago con las Hostias consagradas intactas en
su interior”, según los reportes. Los datos relativos al lamentable hecho se
encuentran en la siguiente dirección:
De igual manera, así hubiera habido o no intención de
profanar, la profanación, aunque sea materialmente, se llevó a cabo, por lo que ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario
meditado como reparación.
Oración inicial: “Dios mío, yo
creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni
esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
Al encontrarse con los discípulos de Emaús y luego de que
estos le pidieran que “se quede con ellos”, Jesús hace algo infinitamente más
grande: por el sacramento de la Eucaristía, se queda “en” ellos[1]. Es
decir, los discípulos de Emaús, habiendo sentido arder en sus corazones el Amor
del Espíritu Santo, enviado por Jesús mientras Él les hablaba de las
Escrituras, y sin saber todavía que se trata de Jesús –este conocimiento
sucederá hacia el final del episodio, en el momento de la fracción del pan-, le
piden que se “quede con ellos”, y Jesús, que los ama con Amor infinito, como a
todos y cada uno de nosotros, les cumple su deseo más allá de toda imaginación:
por medio de la conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre, se
queda en ellos, morando en sus almas, tal como sucede con todo aquel que
comulga con fe, piedad y amor, y le abre de par en par las puertas de su
corazón al Señor Jesús, oculto en apariencia de pan. Recibir la Eucaristía es
entrar en profunda e íntima comunión con Dios Trino, ya que el Hijo es el
Camino al Padre en el amor del Espíritu Santo. Por la comunión eucarística,
Jesús no solo se queda “con” el que comulga, sino que se queda “en” el que comulga,
en una relación de íntima y recíproca “permanencia”: “Permanezcan en Mí, y Yo
en ustedes” (Jn 15, 4). Esto supera
todo lo que el hombre puede desear[2],
en esta vida y en la otra, porque convierte a su alma y a su corazón en un
altar viviente, o en una custodia viviente, en donde el Cordero de Dios, Jesús
Eucaristía, es amado, adorado, bendecido y glorificado, día y noche, como un
anticipo en la tierra, en el tiempo y en el espacio, de la adoración eterna que
el alma fiel, por la Misericordia Divina, desea tributarle por toda la
eternidad. Comulgar, entonces, es recibir algo más grande que los cielos
eternos: es recibir al Rey de esos cielos eternos, Jesús Eucaristía, para que
se quede en nosotros y desde allí nos insufle su Amor, el Espíritu Santo.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El hombre, creado por Dios “a su imagen y semejanza” (cfr. Gn 1, 27), fue creado también con “hambre”
de Dios (cfr. Am 8, 11), de su
Palabra, de su Amor, de su Sabiduría, de su Paz, de su Alegría, de su Justicia.
Ésa es la razón por la cual ningún bien creado, y ni siquiera todo el universo,
puede saciar su sed de felicidad, porque en el fondo, es hambre y sed de Dios.
Sólo Dios puede saciar la profunda sed y hambre de Dios de toda alma humana; sólo en la unión con Él se satisface
plenamente este deseo del hombre[3]. Y
si esta sed y hambre de Dios se satisface, para los justos, por la oración,
mediante la cual el alma se une a Dios por la fe y por el amor, se realiza de
modo orgánico –substancial- por la comunión eucarística, porque en la
Eucaristía no está Cristo de un modo imaginario, sino real, verdadero y
substancial, de manera que está todo Él en cada Eucaristía, con su Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad. De esta manera, la comunión eucarística comporta una
unión más profunda entre el alma y Cristo, porque Cristo une al alma a Sí
mismo, a su Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad, Presentes en la Eucaristía. Por
la comunión eucarística, el alma está en Cristo –en su Cuerpo real, orgánico,
el mismo Cuerpo con el que resucitó en el sepulcro- y Cristo está en el alma –Cristo
está con su Cuerpo glorificado y con su Ser divino trinitario en el alma del
que comulga- y la unión entre ambos es el amor: de parte de Cristo, el Amor de
Dios, el Espíritu Santo, insuflado por Él y el Padre sobre el alma del que
comulga; de parte del fiel que lo recibe en la Eucaristía, es el amor humano
purificado y santificado por la gracia santificante. La comunión eucarística
sacia el hambre de Dios que todo hombre tiene, porque alimenta al alma con el
Pan de Vida eterna, Pan que “contiene en sí todo deleite”, porque contiene la
Carne de Cristo, embebida en el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La Eucaristía es el Corazón de la Iglesia y así como el
hombre recibe de su corazón la sangre que le da vida a sus órganos, así la
Eucaristía, que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, concede al Cuerpo
Místico de Cristo, los bautizados, la vida divina, al comunicarles la gracia
santificante que se transmite por la Sangre del Cordero. Y de la misma manera a
como un cuerpo no puede vivir sin el corazón, porque le falta sangre y con la
sangre, la vida, así también la Iglesia no puede vivir sin el Corazón
Eucarístico de Jesús, del cual recibe su Sangre Preciosísima y, con su Sangre,
la Vida divina y eterna del Ser divino trinitario. No puede haber Iglesia sin
Eucaristía y si la hubiera, esta sería una Iglesia sin Amor de Dios, sin Vida
divina, porque le faltaría la Sangre del Cordero, que lleva en sí misma el Amor
y la Vida de Dios Uno y Trino. Tampoco puede haber Eucaristía sin Iglesia,
porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo[4], y
así como un corazón no está sin su cuerpo, así tampoco la Eucaristía. Y si
hubiera una Eucaristía sin Iglesia, esta no sería la verdadera Eucaristía, sino
solo un remedio blasfemo, sin vida en sí misma e incapaz, por lo tanto, de dar
vida al Cuerpo Místico de Cristo. La Iglesia es comunión en el misterio eucarístico
de Cristo; la Iglesia se configura como una y santa porque sus integrantes, los
bautizados en la Iglesia Católica, reciben del Pan Eucarístico la unidad y la
santidad del Cordero. La Iglesia es comunión en el Cuerpo de Cristo, según las
palabras de Jesús: “Como Tú, Padre, en Mí y Yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21). La única Iglesia verdadera
es la que se reúne por la comunión con la Eucaristía, esto es, el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Luego de estar con el Señor Jesús y luego de haberlo
reconocido “en la fracción del pan”, la actitud de los discípulos de Emaús
cambia radicalmente: si antes estaban apesadumbrados, tristes y sin esperanzas –porque
habían cifrado su fe en un mesías terreno-, ahora, al ser iluminados por el
Espíritu Santo acerca de la divinidad de Jesucristo, son fortalecidos por el
Espíritu de Dios y de tal manera, que “se levantan al momento” (cfr. Lc 24, 33)
para “comunicar lo que han visto y oído”[5]. No
se quedan inmóviles, sino que salen a misionar, pero no es una misión en la que
no anuncian la verdad de Cristo, sino que anuncian, precisamente, la totalidad
de su misterio pascual de Muerte y Resurrección. De esta manera, la Iglesia
encuentra en los discípulos de Emaús el modelo a imitar y el ejemplo a seguir
en su actividad misionera, aunque debe trascender el mensaje de Emaús, no en el
sentido de anunciar algo distinto, sino de anunciar algo que –al menos no está
explicitado en el Evangelio- no está contenido en el mensaje de los discípulos
de Emaús: Jesucristo, el Hombre-Dios, no solo ha resucitado, venciendo así al
Demonio, el pecado y la muerte, sino que está, vivo y glorioso, resucitado, en
la fracción del pan, esto es, la Santa Misa, y en el Pan de Vida eterna, la
Eucaristía. La Iglesia no puede renunciar a este aviso, so pena de contrariar
su esencia misma y de traicionar a la Verdad de Cristo. Si la Iglesia no hace
este anuncio en su misión, la de la Presencia real, verdadera y substancial de
Cristo en la Eucaristía, entonces se vuelve una Iglesia apóstata.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La Eucaristía es “acción de gracias” del hombre a Dios; es
una acción de gracias que alcanza su máxima perfección y plenitud “en Jesús, en
su sacrificio, en su “sí” incondicional a la voluntad del Padre, y en este “sí”
de Jesús, está el “sí” de toda la humanidad”[6],
de toda la humanidad que ama a Dios y desea agradecerle no solo por sus
innumerables beneficios y dones que continuamente concede, sino ser Dios quien
Es: Dios de majestad infinita. Una parte importante de la misión de la Iglesia
es recordar a los hombres esta verdad[7]:
que Dios merece ser bendecido, alabado y adorado, por su infinita bondad y por
su infinita majestad. Tanto más, cuanto que la sociedad en la que vivimos está
secularizada y dominada por un hombre que, creyéndose autosuficiente[8],
se ha alejado de Dios y ha desterrado a Dios de su corazón y de su vida. La
vida del hombre –y con mucha mayor razón, la del católico, que posee la Verdad
absoluta de Dios- debe ser una vida “eucarística”[9],
en el sentido de que debe ser una vida que debe transcurrir en una acción de
gracias continua, en el reconocimiento de que todo lo que el hombre es –imagen y
semejanza de Dios- y posee –la gracia santificante, que lo convierte en hijo adoptivo
suyo por el bautismo-, proviene de Dios. Sólo en la Eucaristía y por la
Eucaristía, el hombre, asociándose al sacrificio de Cristo y uniéndose a Él por
el Espíritu Santo efundido a través del Agua y la Sangre de su Corazón
traspasado, puede el cristiano hacer de su vida una acción de gracias continua,
una “Eucaristía” continua, como anticipo de la acción de gracias que, por la
Misericordia Divina, esperamos tributar a Dios y al Cordero, por los siglos sin
fin, en el Reino de los cielos.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Un día al cielo iré”.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Mane
nobiscum, Domine, Carta Apostólica al Episcopado, al clero y a los fieles
para el Año de la Eucaristía 2004 – 2005, III, 19.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Juan Pablo II, ibidem,
IV, 24.
[6] Cfr. Juan Pablo II, ibidem,
IV, 26.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. ibidem.
[9] Cfr. ibidem.
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