(Homilía en ocasión del quinto aniversario del Oratorio de Adoración Eucarística Perpetua "Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, de Villa Alberdi, Tucumán)
Cuando los católicos nos referimos a la Eucaristía, tenemos
tendencia a hablar de la misma como si fuera “algo”; es decir, tenemos
tendencia a reducirla a “una cosa”. Por supuesto, algo sagrado, una cosa
sagrado, pero no deja de ser algo o una cosa. Nos dejamos llevar más por los
sentidos, que por lo que nuestra Fe católica nos enseña. Los sentidos nos dicen
que la Eucaristía es un poco de pan sin levadura, de forma circular, que ha
sido bendecido en una ceremonia religiosa y que por eso merece un trato
especial. Por lo general, nos quedamos con esta idea. Y mucho más, cuando
comulgamos distraída o mecánicamente: el sentido del gusto nos confirma lo que –erróneamente-
hemos deducido por el sentido de la vista: la Eucaristía sabe a pan sin
levadura, tiene el gusto de pan sin levadura. Para colmo de males,
acostumbrados como estamos en esta sociedad hedonista, la Comunión Eucarística
no sabe a manjar, ni mucho menos. Tiene el sabor de un poco de pan sin
levadura, sin sal, desabrida. Y cuando el sacerdote manipula la Hostia
consagrada, también recibe la misma sensación de parte de su sentido táctil: la
Eucaristía, al ser tocada por las manos consagradas del sacerdote, tiene la
textura de un poco de pan sin levadura.
Este hecho, el dejarnos llevar por lo que vemos y sentimos y
por lo que nuestra débil razón humana nos dice, contribuye a que le demos a la
Eucaristía la característica de “algo” y contribuye también a que miles de
católicos, literalmente, abandonen la Comunión Eucarística y ni se les ocurra
siquiera hacer Adoración Eucarística.
Otro modo de aproximación que tenemos los católicos, hacia
la Eucaristía, además del de los sentidos, es el existencial o emocional: es decir,
nos acercamos a la Eucaristía porque “no nos queda otro camino”, o porque “necesito
ayuda”, o porque “tengo que salir de este problema”. En este caso, la
Eucaristía se nos presenta como “algo” que da solución –más tarde o más
temprano, según los casos- a un problema existencial, afectivo, emocional,
financiero, etc.
El enfoque de los sentidos y el enfoque emocional y
existencial de la Eucaristía coinciden en una cosa: ambos ven a la Eucaristía
como “algo”, “algo” que está ahí, “algo” que puede solucionar el problema real
o imaginario que me aqueja.
La cosa cambia radicalmente cuando dejamos de contemplar la
Eucaristía con nuestros sentidos y con el limitado alcance de la razón, y
cuando la dejamos de contemplar como un mero medio para alcanzar un fin, que es
la solución a los problemas, y comenzamos a contemplarla con los ojos, no del
cuerpo, sino del alma, y con la luz, no eléctrica, sino la luz de la Fe. Cuando
esto hacemos, vemos la Eucaristía con todo el esplendor de su maravillosa e
inimaginable realidad; cuando contemplamos la Eucaristía con los ojos de la Fe
católica, que es la Fe del Credo, la Fe de los Apóstoles, la Fe de la Iglesia
de dos mil años, la Fe que se inicia con la Encarnación del Verbo, con la
Última Cena y con el Sacrificio en Cruz de Jesús, el alma solo puede caer
postrada de rodillas ante aquello que jamás habría osado siquiera imaginar:
vista con la luz de la Fe, la Eucaristía NO ES pan, aunque parece serlo por el
gusto y por los sentidos; la Eucaristía NO ES un medio en el que busco la
solución de mis problemas; la Eucaristía NO ES una “cosa”; la Eucaristía es “ALGUIEN”
y un “alguien” de quien jamás podríamos siquiera imaginar que estuviera
Presente, tal como lo está en el Cielo, rodeado de ángeles y santos que se
postran en su adoración. Vista con la luz de la Fe, la Eucaristía es Jesús de
Nazareth, el Hijo eterno del Padre, que fue concebido por obra del Espíritu Santo
en el seno virgen de María, que murió en la cruz para salvarnos y conducirnos
al Cielo. Vista con la luz de la Fe, la Eucaristía es un misterio inefable del
Amor de Dios, porque es el mismo Dios, en la Persona del Hijo, que está oculto
en apariencia de pan, para brindarnos su Amor, para mendigar nuestro pobre y
mísero amor. Vista con la luz de la Fe, la Eucaristía es el Cordero de Dios,
que con la luz de su divinidad alumbra la Jerusalén celestial y que viene a
nuestras vidas para iluminar, con su gracia, las tinieblas y sombras de muerte
en las que vivimos inmersos y no nos damos cuenta. Con la luz de la Fe, la
Eucaristía es “Alguien”, es Dios Hijo, que viene a nuestras vidas, en
apariencia de pan, para algo muchísimo más grande que solucionar nuestros
problemas, del orden que sea: viene para darnos su Amor, el Amor de su Sagrado
Corazón Eucarístico. Y esto es un motivo para adorar la Eucaristía todo el día,
todos los días que nos quedan de la vida terrena, para luego continuar adorando
al Cordero, en el Reino de los cielos, por toda la eternidad.
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